Por Rafael Benítez Toledano -
Aunque nacido en Serva la Bari, el pintor José Yañez Mira es, por asiduo, casi tan jerezano como Manolo Pielfort o Emilio el Guardia, por mentar dos artistas. De Pepe conocen los lectores de LA VOZ las ilustraciones flamencas que acompañaron las columnas que este gachó revenío perpetró durante los dos últimos años.
En ese tiempo Pepe ha conocido el Jerez que yo quise que conociera: las pequeñas tertulias de Jesús y el Lolo en la calle San Pablo, la de los miercoleros en Gonzalez, la cocinita de los Cotito en la calle Jardinillo, mi retiro gastronómico espiritual del Shema o la barra surrealista de Petra, sorteando maldiciones y tacos.
De la tertulia miercolera, por cierto, ha quedado un cuadro memorable y polémico que dará que hablar a las generaciones de futuros borrachines. Con un poco mas de tiempo este amable cicerone, que no pierde la ilusión, hubiera guiado a su amigo pintor por el Jerez que mejor conoce, que es casi todo, y no es por ronear. Por ejemplo un viernes de peñas, de Tio Jose de Paula a La Zúa, de Pepe Alconchel a Antonio Chacón, de una cola de toro en el Volapié a una ración de cazón en el Mati.
Pepe es de esos tipos a los que da gusto enseñarle tu pueblo; lo disfrutan como si se hubieran despertado en Praga o Florencia, saborean los personajes locales más disparatados y beben con la avidez sabia que nosotros casi hemos olvidado.
Debe hacer como veinticinco años que yo conocí a otro Pepe Yañez y, curiosamente, no he tenido la menor sensación de asombro ante la pintura recién descubierta de este Pepe que es él mismo y es otro. Ahí está la sonrisa del que descubre el mundo cada día, cada tarde, en cada paseo y en cada recuerdo. Pepe Yañez en su laberinto luminoso.
El único pasmo lo produce la disciplina técnica, la perseverancia y la madurez con la que consigue retratar a aquel niño gamberro que conocí hace ya veinticinco años. No hay ningún desorden en esta algarabía de loros, caracoles, manos , sillas, llaves, insectos, navajas Hay un cierto aire de patio de colegio para adultos, y humo de colores de vacaciones pasadas. En la última exposición de Pepe, El barco borracho, de resonancias claramente jerezanas, sigue sorprendiéndonos cómo el talento del autor ha conseguido aunar lo festivo y lo desasosegante; lo lúdico y la verdad incómoda. Como un cantaor que mezcla, sin pudor y con naturalidad la fiesta y la tragedia; el compás y la hondura, una combinación extraña de los registros de voz y vida interior asimilada. El pintor Yañez hace toreo de salón con un Miura, poesía con el miedo.
Con esta obra última, estos muelles neblinosos, parece Yañez haber encontrado esa pincelada que alberga al hombre desolado que, al fin, somos todos. Esa luz oscura que le da cuerpo al aire. Esa obra, valga la soberbia, me recuerda unos versos mios, bastante afortunados en su miseria, que citaré de memoria de un poema titulado El espejo.
Me miran unos ojos desolados,
que, como dedos de melancolía,
recorren este cuarto para ciegos
en que hemos convertido tanta ausencia.
Porque no pinta, Pepe se expande. Pepe tiene la cabeza a las tres menos cuarto, que es horario de estación de provincias; esas estaciones de donde salen los trenes hacia la imaginación, la infancia, la locura y la memoria.
Con la semblanza de este dandi sevillano espero completar la trilogía de artistas amigos que me han de acompañar en estos veladores de humo; ellos (Pepe Basto, Fidel Paris, Pepe Yañez) darán fe mejor que el cronista de lo curioso y divertido que puede llegar a ser este pueblo que nos empeñamos en llamar ciudad.
Para la próxima semana me comprometo con ustedes a dejar estos retratos, y dedicarle un repaso al paisanaje de, por ejemplo, los frikis de la Porvera: un carpintero de fino, un tabernero chiquitín con aspecto de elfo de lengua viperina o un ex marinero mercante. También les hablaré del escaparate de Comercial Arroyo, que por si solo merece una novela que más quisiera Stephen King. Pero ya les digo que esto será en los próximos veladores, si ustedes y este periódico conservan la paciencia y me tienen un poco de ley.
En ese tiempo Pepe ha conocido el Jerez que yo quise que conociera: las pequeñas tertulias de Jesús y el Lolo en la calle San Pablo, la de los miercoleros en Gonzalez, la cocinita de los Cotito en la calle Jardinillo, mi retiro gastronómico espiritual del Shema o la barra surrealista de Petra, sorteando maldiciones y tacos.
De la tertulia miercolera, por cierto, ha quedado un cuadro memorable y polémico que dará que hablar a las generaciones de futuros borrachines. Con un poco mas de tiempo este amable cicerone, que no pierde la ilusión, hubiera guiado a su amigo pintor por el Jerez que mejor conoce, que es casi todo, y no es por ronear. Por ejemplo un viernes de peñas, de Tio Jose de Paula a La Zúa, de Pepe Alconchel a Antonio Chacón, de una cola de toro en el Volapié a una ración de cazón en el Mati.
Pepe es de esos tipos a los que da gusto enseñarle tu pueblo; lo disfrutan como si se hubieran despertado en Praga o Florencia, saborean los personajes locales más disparatados y beben con la avidez sabia que nosotros casi hemos olvidado.
Debe hacer como veinticinco años que yo conocí a otro Pepe Yañez y, curiosamente, no he tenido la menor sensación de asombro ante la pintura recién descubierta de este Pepe que es él mismo y es otro. Ahí está la sonrisa del que descubre el mundo cada día, cada tarde, en cada paseo y en cada recuerdo. Pepe Yañez en su laberinto luminoso.
El único pasmo lo produce la disciplina técnica, la perseverancia y la madurez con la que consigue retratar a aquel niño gamberro que conocí hace ya veinticinco años. No hay ningún desorden en esta algarabía de loros, caracoles, manos , sillas, llaves, insectos, navajas Hay un cierto aire de patio de colegio para adultos, y humo de colores de vacaciones pasadas. En la última exposición de Pepe, El barco borracho, de resonancias claramente jerezanas, sigue sorprendiéndonos cómo el talento del autor ha conseguido aunar lo festivo y lo desasosegante; lo lúdico y la verdad incómoda. Como un cantaor que mezcla, sin pudor y con naturalidad la fiesta y la tragedia; el compás y la hondura, una combinación extraña de los registros de voz y vida interior asimilada. El pintor Yañez hace toreo de salón con un Miura, poesía con el miedo.
Con esta obra última, estos muelles neblinosos, parece Yañez haber encontrado esa pincelada que alberga al hombre desolado que, al fin, somos todos. Esa luz oscura que le da cuerpo al aire. Esa obra, valga la soberbia, me recuerda unos versos mios, bastante afortunados en su miseria, que citaré de memoria de un poema titulado El espejo.
Me miran unos ojos desolados,
que, como dedos de melancolía,
recorren este cuarto para ciegos
en que hemos convertido tanta ausencia.
Porque no pinta, Pepe se expande. Pepe tiene la cabeza a las tres menos cuarto, que es horario de estación de provincias; esas estaciones de donde salen los trenes hacia la imaginación, la infancia, la locura y la memoria.
Con la semblanza de este dandi sevillano espero completar la trilogía de artistas amigos que me han de acompañar en estos veladores de humo; ellos (Pepe Basto, Fidel Paris, Pepe Yañez) darán fe mejor que el cronista de lo curioso y divertido que puede llegar a ser este pueblo que nos empeñamos en llamar ciudad.
Para la próxima semana me comprometo con ustedes a dejar estos retratos, y dedicarle un repaso al paisanaje de, por ejemplo, los frikis de la Porvera: un carpintero de fino, un tabernero chiquitín con aspecto de elfo de lengua viperina o un ex marinero mercante. También les hablaré del escaparate de Comercial Arroyo, que por si solo merece una novela que más quisiera Stephen King. Pero ya les digo que esto será en los próximos veladores, si ustedes y este periódico conservan la paciencia y me tienen un poco de ley.