Emilio Caracafé, la música en carboncillo

Crónica de Luis Ybarra Ramírez para ABC -

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Luis Ybarra Ramírez

Este es el arte que hemos de proteger. Aquel que de ninguna otra forma, en ninguna escuela ni probeta, podríamos crear de nuevo. Un arte cabal y único. Alto. El arte que siempre gustó a una intelectualidad por genuino. El que inspiró romanceros y versos cumbre. En la bajañí de Emilio Caracafé, que como una hoguera se mueve por tarantos tras el redoble de los tambores, veo sus imperfecciones y las mías, o las que yo quisiera. No se rige más que por el golpe lorquiano desde el que mira agazapado en las barbas. Virtuoso de la emoción, de la expresión fugaz y los silencios ásperos, toca las falsetas desde la escalera. Hecho cal y trizas. Con los dedos rotos de aliento y los trastes abiertos en postillas.

La soleá, germinada en algún punto inconcluso entre Morón y el Polígono Sur, es la de un gitano que se lame la sangre sin conciencia. De manera natural. A borbotones de un pasado que no ha sido y que está en él. Compone como un personaje de fantasía, se echa un manojo de coplas por el mástil y los trazos del pintor Pepe Yáñez empiezan a colorear el fondo. Todo listo para el cuento por bulerías que sigue narrando esta historia superdotada de belleza. Hay candelas y bailes que gimen por la boca de su instrumento, incrustados en ese interior del que nunca salen, dando vueltas en círculos sobre sí mismos.

Lo imagino en carboncillo cuando junto a Tomás de Perrate se cuela gutural en los fandangos de Huelva y al toparse con el repertorio de Fernanda en la soleá, caminando a paso de dinosaurio. En acuarela, al sembrar unos tangos sorpresivos. La técnica aquí vale lo mismo que un boleto sin premio. Es un papel que no se puede cambiar por nada. Algo que no hay que enseñar porque en sí no encierra ningún valor. Por bulerías, Mari Vizárraga se le arrima con aire de revuelo. Cruentos los dos. Amándose a gritos alados. Compartiendo una cultura que les pertenece antes de que la bailaora Pastora Galván pinte con los pies una línea negra en el suelo, adentrándose en una seguirilla exhausta que evoca a viaje. Con unos cascabeles atados al tobillo de Caracafé, donde ahora parecen bullir los bueyes, generan haces de pasos por andar.

Los teclados y el bajo envuelven la fiesta para regalo y el himno caló de Camarón se levanta con orgullo, fiel a su origen, rumbero, como un tributo que se desploma presumido: «Soy gitano». Otras bulerías se desdibujan en el horizonte del teatro hasta que dejo de ver a este músico que es un imposible. Una improbabilidad estadística que suena a charco y a hollín. Su armónico brilla blusero. El ritmo tamiza las notas que se le alborotan despacio, consecuentes unas con otras. Y cierran al callarse una obra efímera que ya se ha ido. Una obra ante la que me confieso ignorante. Me planto a escribir sobre lo que se supone que sé y de pronto se me ha olvidado todo.