- 31/08/17
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ENTREVISTA
Formado como artista entre Sevilla y Nueva York, entendió el arte no como un sacerdocio obligado por la clausura del estudio, sino que alimentó sus colores con los que vió por el mundo y lo que ese mundo le reveló. Es sobrino de aquel médico humanista, volcado sobre la fotografía y la escritura, que fue Miguel Ángel Yáñez Polo. En la actualidad prepara un libro de apuntes deviajes que recoje personajes y paisajes de latitudes remotas. Su lugar preferido en Sevilla es el barrio del Museo, donde reverberan los grandes maestros y se ubica el mercadillo de pintores de los domingos, que le rememora su etapa más bohemia neoyorquina. Íntimo amigo de Mario Maya, dirigió su fundación. Ha ilustrado con sus diseños exposiciones, espectáculos teatrales y musicales. Lejos de aquí siempre le duele la herida de Sevilla, donde regresa pleno...hasta la próxima.
Pintor, gestor de proyectos culturales y viajero infatigable, su vida es, desde 1992 a nuestros días, una sucesión de peripecias necesarias para descubrir el mundo exterior e interior. Quizás su obra sea el resultado de algunas de estas vivencias
—En Nueva York pasó usted de vivir en la Tudor City Place a vender sus pinturas en los mercadillos callejeros de West Broadway. Un impecable descenso. ¿Con o sin vértigo?
—Fue un descenso calculado y premeditado. El vértigo formaba parte del juego.
—El caso es que usted pasó de conocer áticos de renta alta a tratarse con comunidades de artistas a los que les preguntaba en qué teatro trabajaban y te contestaban que de camarero en el bar de la esquina…
—(Risas) Efectivamente. Era una frase neoyorquina muy común entonces que reflejaba una situación real.
—Era el Nueva York de antes de las Torres Gemelas pero ya amenazado por el terrorismo yihadista…
—Tan es así que estando allí sucedió el primer atentado contra las Torres Gemelas. De hecho volaron la estación de tren que había debajo de los dos edificios. Yo estaba muy cerca de la estación para coger el tren camino de New Jersey.
—En las favelas de Salvador Bahía descubrió la felicidad que da la solidaridad. —Sin duda. Y sobre todo descubrí una nueva manera de viajar. En situaciones muy extremas puedes encontrarte con valores poco habituales y mirar de otra forma a como se mira en cualquier otro viaje. A partir de entonces empecé a planear los viajes como búsqueda de otras cosas.
—En el monte Gurugú, donde tomaba apuntes de pintura, fue el único blanco rodeado de desesperados inmigrantes africanos. ¿Hay tarta para tantos en Europa?
—Desgraciadamente hoy en día no. Creo que estamos necesitados de un cambio de mentalidad colectivo que permitiera otra visión de las cosas. Y no tenerle miedo a lo nuevo. Aquella situación fue impactante. Yo fui a pintar paisajes y tipismos. Pero me encontré con la realidad de gente jugándosela por saltar la valla.
—Lo de la embajada de Panamá durante la ceremonia de coronación de Felipe VI es muy bueno. Debería contarlo.
–(Risas) Estaba en Panamá ciudad preparando un viaje a la selva del Darién, para buscar a las comunidades emberás. Y recibí una invitación de la embajada española que celebraba la coronación de Felipe VI. El chaqué me lo había dejado en Sevilla. Y fui disfrazado con una chaqueta muy brillante. Al llegar a la embajada, un grupo de señoras muy elegantes, quisieron fotografiarse conmigo. Luego me enteré que lo hicieron porque me confundieron con un galán de telenovelas. Figúrate cómo iba el tío vestido.
—Algo debe transmitir su imagen para que lo confundan con un actor de telenovela y la comunidad Yánesha lo nombrara hijo de honor en mitad de la selva.
—Son historias no paralelas. La primera te la acabo de explicar. La segunda fue un gran honor para mí porque aquella comunidad indígena me hizo uno de los suyos tras convivir con ellos algunos meses para desarrollar un proyecto sobre viviendas saludables.
—¿Centroamérica es una de las puertas por las que se accede al infierno?
—América en general es el paso a muchas cosas, entre ellas a buena parte de nuestra identidad. Al infierno se llega por cualquier sitio del mundo.
—Creo que los narcos le dieron un buen susto cuando viajaba en canoa por uno de aquellos ríos dejados de la mano de Dios.
—A ciertas horas no es recomendable navegar por la cuenca del Tambo y Ene, en la Amazonía peruana. Yo iba en canoa y, es cierto, que en esa zona el narco somete a «inspecciones» a muchos de los barcos que navegan para evitar que alguien comercie con la coca. Y sí, alguna experiencia tuve con ellos.
—¿Por qué el consejo de ancianos de la tribu amazónica peruana Asháninkas lo tomó por un «sacaojos»?
—Los «sacaojos» es como llaman en el lenguaje local a los traficantes de órganos. En torno a esto hay una mezcla de desconfianza y superstición entre esa comunidad indígena. Desde hace varias décadas han sido muy castigados: primero por Sendero Luminoso y, hoy día, por los traficantes de madera y el narco. El «sacaojos» es una figura supersticiosa con un trasfondo real. Aquella fue una de las comunidades indígenas que con más generosidad me acogieron.
—A todos estos lugares, qué lo llevó ¿la curiosidad, la pintura o la cooperación?
—La pintura, la curiosidad y la cooperación. Por ese orden.
—Joaquin Sáenz dejó cerrada la caja de pinturas para siempre…
—Coincidimos en muchas ocasiones. Elevó la sencillez al grado de maestría.
ENTREVISTA
Formado como artista entre Sevilla y Nueva York, entendió el arte no como un sacerdocio obligado por la clausura del estudio, sino que alimentó sus colores con los que vió por el mundo y lo que ese mundo le reveló. Es sobrino de aquel médico humanista, volcado sobre la fotografía y la escritura, que fue Miguel Ángel Yáñez Polo. En la actualidad prepara un libro de apuntes deviajes que recoje personajes y paisajes de latitudes remotas. Su lugar preferido en Sevilla es el barrio del Museo, donde reverberan los grandes maestros y se ubica el mercadillo de pintores de los domingos, que le rememora su etapa más bohemia neoyorquina. Íntimo amigo de Mario Maya, dirigió su fundación. Ha ilustrado con sus diseños exposiciones, espectáculos teatrales y musicales. Lejos de aquí siempre le duele la herida de Sevilla, donde regresa pleno...hasta la próxima.
Pintor, gestor de proyectos culturales y viajero infatigable, su vida es, desde 1992 a nuestros días, una sucesión de peripecias necesarias para descubrir el mundo exterior e interior. Quizás su obra sea el resultado de algunas de estas vivencias
—En Nueva York pasó usted de vivir en la Tudor City Place a vender sus pinturas en los mercadillos callejeros de West Broadway. Un impecable descenso. ¿Con o sin vértigo?
—Fue un descenso calculado y premeditado. El vértigo formaba parte del juego.
—El caso es que usted pasó de conocer áticos de renta alta a tratarse con comunidades de artistas a los que les preguntaba en qué teatro trabajaban y te contestaban que de camarero en el bar de la esquina…
—(Risas) Efectivamente. Era una frase neoyorquina muy común entonces que reflejaba una situación real.
—Era el Nueva York de antes de las Torres Gemelas pero ya amenazado por el terrorismo yihadista…
—Tan es así que estando allí sucedió el primer atentado contra las Torres Gemelas. De hecho volaron la estación de tren que había debajo de los dos edificios. Yo estaba muy cerca de la estación para coger el tren camino de New Jersey.
—En las favelas de Salvador Bahía descubrió la felicidad que da la solidaridad. —Sin duda. Y sobre todo descubrí una nueva manera de viajar. En situaciones muy extremas puedes encontrarte con valores poco habituales y mirar de otra forma a como se mira en cualquier otro viaje. A partir de entonces empecé a planear los viajes como búsqueda de otras cosas.
—En el monte Gurugú, donde tomaba apuntes de pintura, fue el único blanco rodeado de desesperados inmigrantes africanos. ¿Hay tarta para tantos en Europa?
—Desgraciadamente hoy en día no. Creo que estamos necesitados de un cambio de mentalidad colectivo que permitiera otra visión de las cosas. Y no tenerle miedo a lo nuevo. Aquella situación fue impactante. Yo fui a pintar paisajes y tipismos. Pero me encontré con la realidad de gente jugándosela por saltar la valla.
—Lo de la embajada de Panamá durante la ceremonia de coronación de Felipe VI es muy bueno. Debería contarlo.
–(Risas) Estaba en Panamá ciudad preparando un viaje a la selva del Darién, para buscar a las comunidades emberás. Y recibí una invitación de la embajada española que celebraba la coronación de Felipe VI. El chaqué me lo había dejado en Sevilla. Y fui disfrazado con una chaqueta muy brillante. Al llegar a la embajada, un grupo de señoras muy elegantes, quisieron fotografiarse conmigo. Luego me enteré que lo hicieron porque me confundieron con un galán de telenovelas. Figúrate cómo iba el tío vestido.
—Algo debe transmitir su imagen para que lo confundan con un actor de telenovela y la comunidad Yánesha lo nombrara hijo de honor en mitad de la selva.
—Son historias no paralelas. La primera te la acabo de explicar. La segunda fue un gran honor para mí porque aquella comunidad indígena me hizo uno de los suyos tras convivir con ellos algunos meses para desarrollar un proyecto sobre viviendas saludables.
—¿Centroamérica es una de las puertas por las que se accede al infierno?
—América en general es el paso a muchas cosas, entre ellas a buena parte de nuestra identidad. Al infierno se llega por cualquier sitio del mundo.
—Creo que los narcos le dieron un buen susto cuando viajaba en canoa por uno de aquellos ríos dejados de la mano de Dios.
—A ciertas horas no es recomendable navegar por la cuenca del Tambo y Ene, en la Amazonía peruana. Yo iba en canoa y, es cierto, que en esa zona el narco somete a «inspecciones» a muchos de los barcos que navegan para evitar que alguien comercie con la coca. Y sí, alguna experiencia tuve con ellos.
—¿Por qué el consejo de ancianos de la tribu amazónica peruana Asháninkas lo tomó por un «sacaojos»?
—Los «sacaojos» es como llaman en el lenguaje local a los traficantes de órganos. En torno a esto hay una mezcla de desconfianza y superstición entre esa comunidad indígena. Desde hace varias décadas han sido muy castigados: primero por Sendero Luminoso y, hoy día, por los traficantes de madera y el narco. El «sacaojos» es una figura supersticiosa con un trasfondo real. Aquella fue una de las comunidades indígenas que con más generosidad me acogieron.
—A todos estos lugares, qué lo llevó ¿la curiosidad, la pintura o la cooperación?
—La pintura, la curiosidad y la cooperación. Por ese orden.
—Joaquin Sáenz dejó cerrada la caja de pinturas para siempre…
—Coincidimos en muchas ocasiones. Elevó la sencillez al grado de maestría.